Un sillón de terciopelo verde, un hombre que lee una novela, un ventanal que da al bosque de robles, una amenaza, un relato dentro de otro que se multiplica hasta el infinito. Nos pareció una buena metáfora, un buen nombre para un taller de lectura. Además de un homenaje a Cortázar y a su magnifico cuento "Continuidad de los parques". Así que recostémonos en este cómodo sillón y comencemos nuestra tarea placentera libro en mano.

Héroes ausentes y otros efectos inesperados de la lectura

Dos bandos se enfrentan en este mundo resumido: los que dicen que no leemos y los que dicen que más que nunca. Los primeros evocamos los veranos que duraban años de nuestra infancia, con tiempo para la playa y toda la obra de Julio Verne. Y los otros enarbolan las cifras de venta de muchachas incendiarias que Baroja y Unamuno, en un tiempo analfabeto y dolorido, no podían sospechar. Y además muestran magias que ni siquiera Verne imaginó. Solo Jobs.
“Aquí caben cien bibliotecas de Alejandría”, dicen mostrando un teléfono astuto, “y pesa lo que un canapé”. Cierto, y viva Jobs, nuestro Verne. “Y en el futuro, solo leerán en papel los monárquicos y los arqueólogos, y las librerías serán tiendas para regalos. Todo el saber estará a dos clics, y nos podremos bajar los planes de urbanización de Saturno.”
Bien, todo cierto, y para certificarlo nace ante nuestros ojos una nueva especie de humanos con el primer órgano añadido desde las uñas. Una extensión del brazo que hace que la gente se sienta informada porque ha leído cuatro tuits indignados y cinco titulares. Pero hace tiempo que detecté que la lectura es uno de los pocos terrenos que deben de quedar escurridizos a los números. La arriesgada idea de que la verdad está solo en las cifras tiene unos cuatro siglos, y no será necesario recordar a los que situaron el saber en el cajón de al lado. Así que quizá no importe tanto cuánto se venda –un impuesto surgido cuando se descubrió que la cultura podía dar dinero– sino qué  se lee, se escucha y ve.
Por ejemplo, yo descubrí que la no lectura, o la lectura de libros literales, como los telefilmes, sin la menor metáfora ni idea, tiene por efecto que mucha gente ya no sabe lo que es un héroe y, quizá peor, no sabe llorarle. Fue a raíz de la muerte inesperada de un periodista. En los días siguientes comprobé que habíamos encerrado al muerto en la postal del reportero con chaleco de pescador atrapado en un lejano conflicto salvaje. Lenguaje rudo de La tribu  y whisky sin hielo en el “hotel de los periodistas” (¿!) mientras afuera un enemigo de barba oscura se carga algún patrimonio de la humanidad. Y todo para salvaguardar el derecho a la información y nuestra superioridad civilizante.
Hasta ahí lo previsto. Pero es que además no sabíamos llorarle. No  sabía su periódico, con el viejísimo editorial-orquesta municipal pero hueco como el confeti de la Nochevieja, y no sabían ni su novia, con un artículo lleno de lugares comunes, ni los lectores... ni los jóvenes que, cuando les hablé del duelo por los héroes, me respondieron que, para dolor, el dolor de muelas, de parto o el de los ligamentos cruzados que alcanza a los futbolistas y hace que lloren sobre el césped.
Eso me preocupó. Soy tan antiguo que estudié la Ilíada  o La canción de Rolando  en clase, y tiendo a creer que una civilización que no sabe llorar a los héroes es menos civilización. Lo que confirmé luego en Taiwán y en China: en la literatura más antigua de la Tierra, el llanto por los héroes muertos es el género de no pocas de las obras que los chinos leen para sentirse aún “el país del centro”.
Esa experiencia del héroe ausenteme reveló una de las enfermedades que produce la lectura irrelevante, y que parece una tontería pero puede llegar a ser muy grave y hasta letal: la literalidad. Un héroe es una metáfora, y hay que tener cierta imaginación y haber leído y tener los ojos aguzados para verle el aura e intuir su trascendencia. Y no ver a los héroes cuando mueren es una forma de no ver la belleza, algo que los griegos consideraban una enfermedad y Chesterton diagnosticó como prueba terminal de que esa enfermedad es la de los mediocres.
No he podido dejar de pensar en todo esto cuando, no sin asombro pese a que ya tengo cierto callo en los ojos, he comprobado el trato dispensado a Tomás Segovia tras su muerte. En España, pues en México ha sido un luto nacional. Aquí, con la excepción de dos precisas crónicas de Rodríguez Marcos en El País, se ha etiquetado a Tomás Segovia como un “poeta valenciano”, siendo así que él relativizó las patrias toda su vida e hizo bromas sobre el azar de su nacimiento –su madre sevillana se encontraba de paso en Valencia–, o se le ha ignorado por completo, con osada ignorancia, como es el caso de TVE y sospecho que también las otras televisiones: un prejuicio, cierto, pero también un síntoma. Está claro que no leen poesía (ni pensamiento), o quizá se hacían un lío con las identidades, visto que Tomás se sentía en su casa en España y México, donde permaneció exiliado todo el franquismo tras haber emigrado allí niño, hijo de republicanos. Cuando aludí una vez a la dificultad de todos para ubicarle en uno de los dos sitios, me contestó: “Ese es problema de los demás, no mío.” Ahora ya no hay problema, un académico lo ha etiquetado ya como un “poeta de ambas orillas”. (¿No hay un lenguaje realacadémico? Qué tema para una tesina...)
Tomás Segovia murió la víspera del día en que TVE no solo dedicó buena parte de los telediarios a refritar el debate del día anterior, previsible de comienzo a fin como si políticos –y periodistas– interpretasen una partitura, sino que le dieron un espacio que parecía un sarcasmo a la muerte de un boxeador que una vez tumbó a Cassius Clay. Además se felicitaron mucho por no sé qué premios que los periodistas se habían repartido el día anterior, sin saber que justo ese día los telediarios españoles estaban añadiendo un capítulo a la gran crónica de la ignorancia y miopía periodísticas. Pero no creo que nadie dimita. Ni siquiera creo que nadie se vaya a dar por aludido.
Él se habría reído, seguro, pues sus opiniones sobre los medios eran fatalistas. Siempre he tomado por un mal síntoma que un escritor pierda el tiempo comentando lo que hace o deja de hacer la televisión, pero en mi opinión la marginación de la noticia de esta muerte es algo que sobrepasa la consabida banalidad posmoderna y entra en algo más. Qué diablos, Tomás Segovia no era solo un gran pensador y poeta –uno de los tres o cuatro de la punta, si así se midiera la poesía, que no se mide–, sino historia ambulante del siglo XX, español y americano, la oportunidad de pagar un poco de la deuda que este país tiene con la memoria del exilio (él se negaba esa condición, o mejor dicho, a usarla), y una encarnación de ese raro escritor en quien vida y obra se confunden, requisito, según Stendhal, para la obra maestra. Era ante todo un hombre libre, o algo muy parecido, y eso suele irritar, pues escapa del lenguaje en cápsulas y obliga a pensar. O sea que tiene que ver, quién lo diría, con el hecho de no leer poesía, metáforas, leer de pie; o no leer nada, quedarse sentado para escuchar historias ya mascadas por alguien para aligerarlas y que contribuyan a apagar cualquier fuego. De esas que llenan los telediarios.
Puede que todo esto recuerde tan solo que la televisión no tiene nada que hacer con los poetas, o al revés. Puede incluso que sea un anuncio de que al fin los escritores van a dejar de estar medio sobornados por la industria, las banderas, el entusiasmo sin lectores, y vuelvan a la sombra y la minoría, el extrarradio donde se encontraba el teatro de Shakespeare, su lugar natural desde siempre. No sería mala noticia. Pero de todas las señales inquietantes que se producen en España, esta es de las que a mí más me ha alarmado. Pues la literalidad es síntoma de una imaginación enferma. Y la imaginación es una de las condiciones de la libertad. ~

Fuente :Hiperlecturas
Diez autores cuentan cómo crear un personaje de novela*

De Don Quijote a Harry Potter, 
los personajes revelan la cara del autor. 
Clarín entrevistó a diez escritores 
para saber cómo se encuentran 
y conviven con los protagonistas de sus libros.

Hubo un día en que el profesor Baer encontró los cuentos de terror de Jo March y le pareció que ninguna mujer -y menos si estaba por ser su novia- podía escribir esas cosas. Jo March lloró ese día y prometió escribir cuentos para niños. Fue un día de dolor -en realidad mucho días, uno por lectora- para miles de nenas de todo el mundo: las que leyeron, a través de más de un siglo, Mujercitas. Esa renuncia, el punto en que se somete la rebelde, la independiente, la talentosa Jo, era casi una amenaza. ¿Era real Jo March? O mejor: ¿qué tienen, cómo están hechos los personajes de la literatura que se meten en nuestra vida?

Una primera respuesta la da Luigi Pirandello, el autor italiano que en 1921 dio a conocer su obra de teatro Seis personajes en busca de un autor. “Los personajes -dice- no deben aparecer como fantasmas sino como realidades creadas, construcciones inmutables de la fantasía: más reales y más consistentes, en definitiva, que la voluble naturalidad de los actores”.

Por obra de la literatura, un enamorado es un Romeo, pero si las familias se llevan mal son Montescos y Capuletos. Shakespeare los creó hacia 1595, cuando los barcos cruzaban los mares cargados de esclavos. Shakespeare, sus contemporáneos, los poderosos de su época son menos que polvo. Los personajes siguen vivos. Pero claro que no cualquier personaje vive: ésa es labor del autor.

“Yo quisiera, y me esfuerzo para que así sea, que mis personajes sean ellos mismos y no hechos a imagen y semejanza del autor”, dijo en 1987 Adolfo Bioy Casares. “Trato de no transmitirles cosas mías, de mi formación intelectual”, había dicho en 1976.

Hay personajes que tienen más de una vida, sin que haya cambiado una letra del texto original. Uno de esos casos es el de Martín Fierro. Antes de que el Martín Fierro fuera el poema nacional, el libro de José Hernández era leído como un texto campero más, escrito como protesta por las condiciones de vida de los gauchos en los fortines. Poco después del Centenario, Leopoldo Lugones hizo una serie de conferencias en el Teatro Odeón donde se ocupó de canonizar el poema. Lugones presentaba al gaucho como símbolo de la nacionalidad y de paso lo contraponía a una inmigración creciente. Quedaron de lado sus borracheras y su rebeldía y Fierro encarnó las virtudes nacionales. Borges, que discutía a Lugones, discutió también esta idea: “Nuestra historia es mucho más completa que las vicisitudes de un cuchillero de 1872, aunque esas vicisitudes hayan sido contadas de un modo admirable”.

En 1963, Julio Cortázar escribió Rayuela y allí apareció La Maga, una mujer bohemia, que se cita al azar con su amante, Horacio Oliveira, en cualquier esquina de París. Muchas mujeres quisieron ser La Maga, muchas cosas llevaron su nombre o el de Rocamadour. ¿Fue un personaje pensado hasta el más mínimo detalle? La Maga es montevideana, del barrio del Cerro. ¿Por qué? Cortázar lo dijo con sencillez: “Ahora, por qué la puse a ella ahí, no lo sé. Porque no hay que olvidarse de lo que se cuenta cuando La Maga recuerda lo que le había pasado con un negro y habla de lo que era la casa. Allí se describe un conventillo y me pareció que el Cerro venía bien para ubicarla”.

Si se hace una lista de personajes temerarios, allí estará Carrie White, esa estudiante frágil de la que se burlan sus compañeros. Stephen King, su autor, sabe de dónde salió Carrie: lo mandaron a limpiar un vestuario femenino. Días después “me acordé del vestuario y empecé a visualizar la escena inicial de un relato: un grupo de niñas duchándose sin intimidad y una de ellas empieza a tener la regla. Lo malo es que no sabe qué es y las demás empiezan a burlarse de ella y a tirarle compresas...” Esta imagen se combinó con un recuerdo: King leyó un artículo sobre la facultad de mover objetos con el pensamiento. “Ciertas pruebas apuntaban a que la gente joven era más propensa a tener esa clase de poderes, sobre todo las niñas en el inicio de la adolescencia, cuanto tienen la primera...” Se habían unido dos ideas. Hecho.

 “Hago los personajes para que vivan su propia vida”

RAY BRADBURY

Es estadounidense. Escribió Crónicas marcianas; El hombre ilustrado; Fahrenheit 451; Cuentos del futuro y Las doradas manzanas del sol.

Yo diría que creo mis personajes para que vivan su propia vida. En realidad, no soy yo quien los creo a ellos sino que son ellos quienes me crean a mí. Lo que tengo claro cuando escribo, es que quiero que los personajes vivan al límite de sus pasiones y de sus emociones. Quiero que amen, o que odien, que hagan lo que tengan que hacer, pero que lo hagan apasionadamente. Es eso, esa pasión, lo que la gente recuerda para siempre en un personaje. Pero no tengo un plan preconcebido: quiero vivir las historias mientras las escribo. Le doy un ejemplo sobre cómo es mi relación con los personajes. Es algo que me pasó: el personaje principal de Fahrenheit -obligado a quemar libros- vino un día a mí y me dijo que no quería quemar más libros, que ya estaba harto. Yo no tenía opciones, así que le contesté: “Bueno, como quieras, deja de quemar libros y listo”.

De modo que él no quemó más libros y así terminó escribiéndose esa novela.

 “Entre las tensiones y la actitud liberadora”

PAULO COELHO

Es brasileño. Integra la Academia de Letras del Brasil. Escribió, entre otros: El alquimista; La quinta montaña; Brida y Veronika decide morir.

Todo hombre pasa -según mi entender- por un proceso que es semejante al de un volcán. Se va acumulando masa y en la superficie no se transforma nada. El hombre, entonces se pregunta: “¿acaso mi vida será siempre así?”. En un momento dado empiezan los síntomas de la erupción. Si el hombre es una persona inteligente, dejará que la lava salga y se transforme el paisaje que lo rodea. Si es un burro, tratará de controlar la explosión; a partir de ese punto toda su energía se gastará en el intento de mantener ese volcán bajo control. Yo fui lo bastante pragmático como para entender que era necesario aceptar una cierta medida del dolor de la explosión para después poder alegrarme con el nuevo paisaje. Así es como los personajes de todos mis libros viven entre estos dos mundos: uno de ellos es el mundo en que rige el aumento de las tensiones. El otro, es el de la actitud de liberación.

“El novelista es como un médium de ese individuo”

ROSA MONTERO

Es española. Escribió, entre otros: La hija del caníbal; Crónica del desamor; Te trataré como a una reina: El corazón del tártaro, Amado amo y Bella y oscura.

Los personajes aparecen en tu cabeza en primer lugar muy pequeños, reducidos a una imagen, o una frase, o un gesto, una característica, una decisión, algo... es un núcleo sustancial a partir del cual ese personaje se va construyendo. Y lo desarrollas viviéndote dentro de él, es decir, es el personaje el que te va enseñando cómo es.

El novelista debe de ser lo suficientemente humilde como para dejar de lado su voluntad, digamos, y hacer caso a lo que el personaje le va contando de sí mismo... en algún sentido, el novelista es como un médium de ese individuo. La creación de una novela es muy semejante a un sueño. Tú no escoges el sueño que vas a tener, por el contrario el sueño se te impone. Por eso, cuando el escritor tiene verdadero talento, a veces los personajes le sacan de sus propios prejuicios. Por ejemplo, Tolstoi, que era un machista terrible y un reaccionario, escribió Anna Karenina queriendo hacer un libro contra el progreso; su idea primera era contar cómo el progreso era tan malo que incluso las mujeres se hacían adúlteras. Pero luego su personaje, Anna, le arrastró hacia algo mucho más verdadero, hacia un libro que denuncia el sexismo, la doble moral burguesa, la opresión de las mujeres. Todo eso se lo contó Anna a Tolstoi.

“Surgen de algún lugar entre los sueños y la esperanza”

ÁNGELES MASTRETTA

Es mexicana. Escribió El mundo iluminado; Mal de amores, Arráncame la vida, Mujeres de ojos grandes; Puerto libre y Ninguna eternidad como la mía.

Ojalá tuviera claro cómo se construye un personaje. Si lo supiera estaría construyendo uno tras otro.

Yo creo que los personajes se crean dentro de uno, mucho antes de que uno se atreva a contarlos. A veces, irrumpen sin más a media tarde y convierten todo en una feria de lo desconocido. ¿De dónde salió esta mujer? ¿De dónde este hombre solitario? ¿De dónde este padre entrañable? ¿De dónde esta vendedora? ¿De dónde el encantador viejo que adivina las cosas? No sé.

De algún lugar entre los sueños y la esperanza, de un recóndito abismo que se guarda nuestros secretos y los pone de pronto sobre la mesa.

Yo veo a los personajes y los oigo desde antes de escribirlos; sin embargo, mientras los escribo veo cómo se convierten en seres vivos, con los que soy capaz de dormir y a los que recurro mucho tiempo después cuando necesito consuelo y quiero reírme o me urge alguien con quien echarme a llorar.

Cuando termino uno novela, extraño a los personajes que dejé ahí. Sobre todo extraño a los padres de Emilia Sauri, a su tía Milagros, a la Prudencia Migoya de Ninguna.

 “Nunca pueden sustraerse a la historia del autor”

FEDERICO ANDAHAZI

En 1996 ganó el Premio Fortabat por El anatomista. También escribió Las piadosas, El príncipe, El árbol de las tentaciones y El secreto de los flamencos.

Un personaje se construye con distintos fragmentos de la subjetividad del autor. Por menos autobiográfico que se pretenda un personaje, nunca puede sustraerse a la historia de su creador. Esta dimensión debe pasar inadvertida para el lector y, en el mejor de los casos, también para el autor.

El personaje tiene que resultar verosímil. Debe cobrar “vida” y generar la ilusión de que es independiente del autor. Desde el Quijote hasta Joseph K., los grandes personajes encarnan el lugar del héroe. Sin dudas, que sea recordado depende del grado de identificación que ejerza sobre el lector. No hay otro secreto.

Para que un personaje sea sólido, el lector tiene que hacerse una representación clara de su fisonomía. Las características físicas, en general, deben ajustarse a sus rasgos espirituales. Para lograr una dimensión visual del personaje, muchas veces es más convincente una descripción anímica que una larga y enumerativa descripción física. Y a la inversa, a veces una brevísima descripción física puede definir el carácter. En ningún caso el aspecto del personaje debe quedar enteramente librado a la imaginación del lector. La composición del personaje tiene que estar supeditada a las necesidades narrativas, incluso en detalles en apariencia insignificantes.

“Viven en un misterio que revelan con sus acciones”

ANTONIO SKARMETA


Es chileno. En 2001 ganó el premio Medicis, francés, por La boda del poeta. Es el autor de El cartero de Neruda, No pasó nada y La chica del trombón.

Lo que hace atractivo al héroe es su fluidez. Es decir, el tránsito desde lo que ese ser cree ser hacia el ser que quiere ser. Por lo tanto, un personaje es siempre un proyecto. Lo que él es viene también determinado por la manera como lo ven los otros personajes. En la novela contemporánea un personaje es una relación. El personaje no debe preexistir a la novela. Son los actos los que lo moldean, las opciones que toma. Lo ideal es que el personaje entre levemente en nuestra existencia y que nos anuncie que espera un cambio, acaso de tal magnitud, que nos lleve con él hacia una metamorfosis. También es posible que el héroe se mantenga en sus posiciones y sea deteriorado por la realidad cambiante. En la construcción de la narradora y protagonista de La chica del trombón tuve que ser muy diligente. En ella se produce la situación paradójica de que es una chica huérfana sin prehistoria y obligada a buscar sus raíces en el futuro. Esto define su carácter: es alguien que está moldeándose en algo impreciso. Un personaje es una encrucijada de opciones. Los grandes personajes de la literatura están consumidos por la sensación de que habitan en un misterio que deben revelar con sus acciones. Lo que los define es el riesgo. Desde allí irán al fracaso, o a la gloria.

 “Se va construyendo a sí mismo en cada página”

LEOPOLDO BRIZUELA

Ganó el Premio Clarín de Novela en 1999, por Inglaterra. Una fábula. También es autor de Fado (poemas), Tejiendo agua y El placer de la cautiva.

En el principio hay una imagen, de la realidad o de los libros, que me impresiona, y a la que le invento una historia.

Sólo una vez que cuento con esa historia, con esa estructura, me pongo a imaginar, sin apuro, como quien deja madurar una fruta en el árbol -un árbol que prescinde de cualquier tipo de exigencia ajena-, qué personajes podrían protagonizarla.

Todo depende, también, del género en que esa historia pida ser contada: si es un melodrama, o una fábula, o un relato gótico, voy imaginando el personaje a partir de un rasgo predominante, el que le permite insertarse en la trama.

Si es un relato realista, en que los personajes aparentan tener las mismas complejidades de las personas reales, incluso en el hecho de tener contradicciones, necesito conocerlos a tal punto que, sea cual sea la situación en que los ponga, los enfrente a quien los enfrente, puedan reaccionar con fidelidad a su propia esencia.

Sin embargo, lo más difícil es que, a diferencia de otros elementos como el espacio o un paneo sobre la época de los acontecimientos, el personaje se va construyendo en cada página.

Así, va enriqueciéndose a sí mismo en cada nueva acción, corrigiéndose a sí mismo en cada nueva palabra, connotando, además, su época, su espacio, y por supuesto, a su propio autor.


“Se va tratando de recordar la forma de ser de alguien”

MARCOS AGUINIS

En 1970 ganó el premio Planeta español por La cruz invertida. Escribió: Carta esperanzada a un general, La conspiración de los idiotas y La gesta del marrano.

Los personajes vienen al autor en forma inesperada. Buscan al autor y esperan que los tengan en cuenta.

Si ya tengo los personajes principales de una novela, los secundarios estarán en las antípodas, aunque se alejen de los gustos del autor. Fray Bartolomé Delgado, de La gesta del marrano, fue creciendo a partir de que yo quería poner frente al personaje central una fuerza detestable, opresiva. Es un personaje que tiene rasgos grotescos, con dulzura y cinismo.

Cuando uno busca un personaje positivo va tratando de recordar la forma de ser de alguien. Yo, en lo físico, marco algunos rasgos notables que alcanzan para recordarlo y nada más.

A veces influyen personajes de otros libros, pero es peligroso usarlos, aparece eso que se llama intertextualidad y puede ser plagio.

En algunos personajes no hace falta recordar su pasado, basta con alguna característica hecha con la economía de una caricatura. En otros sí, el pasado explica el presente, pero esto no debe presentarse en forma mecánica: la conducta en el presente debe sorprender al lector. Si no, el libro sería un ladrillo.

Un personaje es creíble cuando habla y se comporta de acuerdo a lo que sus rasgos más fuertes determinan. En vez de describirlo, prefiero dejarlo actuar. Y que el lector saque sus conclusiones.


“Los personajes son como el amor a primera vista”

MARIA ESTHER DE MIGUEL

Ganó los premios Nacional y Planeta, entre otros. Es autora de La amante del Restaurador y Las batallas secretas de Belgrano y otros.

Al principio tenés la intuición de algo. Pensás: “quiero un asesino, quiero un héroe, quiero una mujer enamorada”.

A veces robás sus características de la realidad: tomás una cara, una voz... A veces los sacás de otra novela. A medida que avanza la historia vas encontrando los detalles y muchas veces retrocedés para agregarlos.

De entrada, no tengo un personaje acabado, ni siquiera cuando se trata de personajes históricos. En la Historia están los datos, las fechas, las familias. Pero el personaje lo armás vos con tu imaginación.

Si en el imaginario colectivo un personaje es de determinada manera no te podés apartar mucho. El personaje histórico da más trabajo en lo técnico, más trabajo artesanal. No podés zafarte de los documentos. Yo, cuando dudaba, les daba un golpe de teléfono a historiadores como Félix Luna o a Hebe Clementi o a María Sáenz Quesada.

Cuando trabajé sobre Urquiza me fueron surgiendo escenas: como podía ser una tertulia, qué conversaciones podía tener. Ahí salió el hombre culto, el estadista, el guerrero.

Como el amor a primera vista, los personajes aparecen con sus características. Hay cosas que son como los huesos: no se modifican. Un personaje vivo no es flan, como yo no he sido un flan en mi vida.

 “Un universo de seres reales son nuestro modelo”

ALICIA STEIMBERG

Ganó el Premio Planeta en 1992 por Cuando digo Magdalena. Entre sus libros están: Músicos y relojeros; Amatista; El árbol del placer y La selva.

Hay varias maneras de construir un personaje.

¿Cómo construí yo el personaje de la abuela en Músicos y relojeros? Recordando a mi abuela materna y haciendo de ella un retrato más bien maligno.

¿El norteamericano enamorado de la protagonista de La selva? Juntando a varios gringos simpáticos que conocí en Estados Unidos y fundiéndolos en uno solo, a mi gusto.

¿A la protagonista de Cuando digo Magdalena? Mirándome en un espejo que exaltara mis rasgos más aceptables.

¿A Amatista? Mezclando mis fantasías adolescentes de una mujer sensual y atractiva con la imagen de las actrices de la década del cincuenta.

Los personajes de Amatista en general son puro invento, pero cuando hablamos de inventar no olvidemos que tenemos a nuestro alrededor un universo de seres reales que son nuestro modelo obligado. Si yo presento un caballero del monóculo ligeramente perverso, el lector creerá que es invento puro, pero en realidad lo saqué de una vieja caja de galletitas Tentaciones donde se ven damas y caballeros de la década del veinte que a la vez representaban a las personas de clase alta de la década del 20 en Buenos Aires.

Si alguien me acusa de no haber sido fiel a la verdad, le preguntaré dónde firmé yo una promesa de que diría la verdad.


* Periódico Clarín, Argentina, 3 nov 2002


Fuente: Ciudad Seva








Reloj sin manecillas - Carson McCullers


La literatura sureña estadounidense a pesar de lo aparentemente limitado del contexto geográfico en el que nace, ha sido capaz de crear unos arquetipos esenciales para buena parte de la narrativa actual. Además de ella han surgido grandes nombres, con sensibilidades y estilos diversos, como los de William Faulkner, Tennessee Williams, Flannery O’Connor o Erskine Caldwell.

La vida de Carson McCullers, también adscrita a este género, estuvo marcada por algunos episodios difíciles, sus continuas enfermedades y una bisexualidad vivida en una época y lugar nada tolerante, que es lógico pensar que influyeron definitivamente en su querencia por retratar los márgenes, y quienes lo habitan, de la sociedad. LEER MÁS

Reloj sin manecillas (1961) fue la última novela que escribió la autora estadounidense, y por eso es fácil ver en ella las características que han jalonado su carrera, incluidas algunas de sus obras esenciales como El corazón es un cazador solitario o Reflejos en un ojo dorado. Quizás la principal de todas ellas sea esa doble prisma en que se mueven sus personajes, primero el más individual e íntimo y el otro uno más colectivo o social en el que se circunscribe también el anterior.

En este relato, una vez más construido por medio de historias cruzadas, varios de los personajes, los más importantes, están marcados de maneras diferentes y más o menos directas por la muerte y la influencia lógica que causa en la forma de afrontar su existencia. Así asistimos a un farmacéutico al que le diagnostican una enfermedad mortal o a un viejo juez racista y tradicionalista que junto a su nieto, que se irá transformando en su antítesis, sufren el suicidio de su hijo y padre respectivamente.

Estas situaciones dramáticas servirán también para sacar a relucir las aspiraciones fallidas y sueños truncados de ellos. Todo está situado en un contexto histórico sociopolítico muy determinado, mediados del siglo XX, en el que la segregación racial sigue insaturada “de facto” en ciertos lugares. El racismo es un tema recurrente en la escritora, y aquí tiene un rol preponderante, representado principalmente en el papel de Sherman, un personaje fascinante en el que su desconocimiento de su historial familiar y un duro entorno le convierten en un peculiar militante por la causa en el que se mezcla un lado fantasioso y arrogante.

Una de las grandes virtudes de Carson McCullers es que el acercamiento a historias y personajes que realiza las lleva a cabo sin caer en dogmatismos ni razonamientos obvios, sino con una cierta lejanía (que conlleva objetividad) y un tono de comprensión evidente. Así es muy fácil que florezcan en el lector sentimientos encontrados ante el joven negro o de cierta compasión con el viejo juez sureño.

La escritura de la norteamericana mantiene ese realismo crudo y sobrio habitual en este tipo de literatura, pero su forma adquiere una característica muy peculiar al dotarle de un tono poético, muchas veces imperceptible, pero que acaba por filtrarse y dar lugar a leves destellos de luz entre historias y ambientaciones duras.

Kepa Arbizu


Fuente: Blog El placer de la lectura

Fragmento de ANTIGONA de Jean Anouilh




“(...) se extiende junto a Antígona, besándola en medio de un inmenso charco rojo.

Creón (entra con su paje) Los hice acostar, por fin, uno junto al otro! ahora están limpios, descansados. Están sólo un poco pálidos, pero tan tranquilos. Dos amantes después de la primera noche. Ellos han terminado.

El coro: Tú no, Creón. Todavía te queda algo por saber. Eurídice, la reina, tu mujer...

Creón: Una buena mujer que siempre habla de su jardín, de sus dulces, de sus tejidos, de sus eternos tejidos para los pobres. Es curiosa la eterna necesidad de prendas tejidas que tienen los pobres. Parecería que sólo necesitan prendas tejidas...

El coro: Los pobres de Tebas tendrán frío este invierno, Creón. Al enterarse de la muerte de tu hijo, la reina dejó las agujas juiciosamente, después de terminar la vuelta, pausadamente, como todo lo que hace, tal vez con un poco más de tranquilidad que de costumbre. Y después pasó a su cuarto, a su cuarto con olor a lavanda, con carpetitas bordadas y marcos de felpa, para cortarse la garganta, Creón. (...)

Creón: Ella también. Todos duermen. Está bien. La jornada ha sido ruda. (Una pausa. Dice sordamente). Ha de ser bueno dormir.

El coro: Y ahora estás completamente solo, Creón.

Creón: Completamente solo, sí. (Un silencio. Apoya la mano en el hombro del paje) Pequeño...

El paje: Señor?

Creón: voy a decírtelo a ti. Los otros no saben; uno está aquí delante de la tarea, y no puede cruzarse de brazos. Dicen que es una cochina faena, pero si uno no la hace, ¿quién la hará?

El paje: No sé, señor.

Creón: Claro está, no lo sabes, ¡Tienes suerte! No habría que saber nunca. Se tarda llegar a grande, verdad?

El paje: Oh, sí, señor!

Creón: Estás loco, pequeño. No habría que llegar nunca a grande. (Se oye la hora a lo lejos, murmura.) Las cinco. Qué tenemos hoy a las cinco?

El paje: Consejo, señor.

Creón: Bueno, pues si tenemos consejo, pequeño, podemos ir andando.

(Salen, Creón apoyándose en El paje)

El coro (se adelanta): Y es así. Sin la pequeña Antígona, es cierto, todos hubieran estado muy tranquilos. Pero ahora se acabó. A pesar de todo, están tranquilos. Todos los que tenían que morir han muerto. Los que creían una cosa, y los que creían lo contrario, y aún los que no creían en nada y se vieron envueltos en el asunto sin comprender nada. Muertos parecidos, todos, bien rígidos, bien inútiles, bien podridos. Y los que viven todavía comenzarán despacito a olvidarlos y a confundir sus nombres. Se acabó. Antígona está calmada ahora, jamás sabremos de qué fiebre. Su deber le ha sido perdonado. Un gran sosiego triste cae sobre Tebas y sobre el palacio vacío donde Creón empezará a esperar la muerte. (Mientras hablaba, los guardias han entrado. Se instalan en un banco, con la botella de vino tinto al lado, el sombrero hacia atrás, y empiezan una partida de cartas.) No queda más que los guardias. A ellos todo esto les da lo mismo, no es harina de su costal. Continúan jugando a las cartas...

(El telón cae rápidamente mientras los guardias tiran triunfos.)

Selección y lectura: Mary Tramontín

Leopoldo Marechal, Antígona Vélez. Fragmento seleccionado


Leopoldo Marechal: Antígona Vélez


Antígona – El hombre que ahora me condena es duro porque tiene razón. Él quiere ganar este desierto para las novilladas gordas y los trigos maduros; para que el hombre y la mujer, un día, puedan dormir aquí sus noches enteras; para que los niños jueguen sin sobresalto en la llanura. ¡Y eso es cubrir de flores el desierto! (Mira, desolada, su atuendo varonil). Ahora me viste de hombre y está ensillando su mejor alazán, y me prepara esta muerte fácil.

Mujeres - ¡Niña es tu verdugo!

Antígona - ¡No! Todo lo ha ordenado él así porque anda sabiendo.

Mujer 1º - ¿Qué sabe, para ordenar una muerte sin culpa?

Antígona - ¡Él quiere poblar de flores el sur! Y sabe que Antígona Vélez, muerta en un alazán ensangrentado, podría ser la primera flor del jardín que busca. Eso es lo que anda sabiendo él, y lo que yo supe anoche, cuando le tiré a Ignacio Vélez la última palada de tierra y subí cantando a esta loma. ¡Era la piedad, y también el orgullo de los Vélez! Mi padre murió en la costa del Salado, y fue su orgullo el que midió veinte sables contra doscientas lanzas indias. ¡Ayer, a la medianoche, lo supe y canté! Oigan mujeres: yo debí morir anoche. Si yo hubiese muerto anoche, mi padre hubiera salido a recibirme, allá, en el bajo: él y sus veinte sables rotos. ¡Ahora no saldrá! 

Lectura y selección: Mara Unía

De las versiones de Antígona al texto canónico

En construcción. Aún estamos hilvanando las historias. Comparando versiones e hipertextos.
Mientras tanto, transcribo un trabajo de la Licenciada Ana María Llurba que titula con una pregunta que nos conecta con otras acerca de la literatura de género.

Antígona furiosa, ¿una voz femenina?

Sin ser llorada, sin amigos, sin himeneo
infortunada recorro este dispuesto camino.
Ya a mí el sagrado rostro del sol
permitido no me es ver, desdichada.
Y de este mi destino de lágrimas privado
ninguno de mis amigos se lamenta.

—Sófocles, Antígona

 Soyez la paix vivante au milieu de la guerre, Antigone éternelle, qui se refuse a la haine et qui lorsqu’ils soffrent, ne sait plus distinguer entre ses frères ennemis.

—R. Rolland, A l'Antigone éternelle

El teatro es una oscilación permanente entre el símbolo y lo imaginario, un campo de intercambios y corrientes metafóricas, el espacio hacia el cual aspira el deseo [...] el lugar en el que el fantasma se despliega en lo inaccesible y de donde el yo "real" vuelve más solo y más desnudo que antes, en el recuerdo nostálgico de la otra escena en la cual había caído la escena verdadera.

—J. Le Galliot

Nuestro siglo ha prestado particular atención al estudio y desarrollo de aquellos antiguos mitos griegos que constituyen piezas fundamentales no sólo en el campo de la estética, de la literatura y la lingüística modernas, sino también en el de la psicología y el de la antropología social.
Freud considera que en los mitos griegos y sus representaciones artísticas radica el fundamento dinámico de los códigos culturales y simbólicos de Occidente.
Carl Jung, por su parte, los ve como un speculum mentis en el que se proyectan las experiencias más íntimas de la conciencia en imágenes reconocibles.
Las figuras míticas son, para el psicoanalista suizo, una personificación colectiva que da forma aceptable, explicativa y gozosa a las arcaicas fantasías grupales de la conciencia humana, las que están presentes en el folclore y los ritos.
Desde la perspectiva antropológica, Lévi-Strauss sostiene que los mitos claves de nuestra cultura corresponden a ciertos enfrentamientos sociales primordiales, y a la evolución de los esquemas mentales en que dichas oposiciones pueden ser representadas en imágenes. De allí que tenga sentido el retomar los personajes arquetípicos cada vez que, en la historia, se presentan conflictos de orden análogos.
Las creaciones del arte y la literatura helénicos plasmaron esos modelos en imágenes fascinantes, y engendraron, a lo largo de dos milenios, infinidad de re-versiones y variaciones sobre esos temas.
La figura arquetípica de la hija de Edipo —psicologema en términos junguianos— ha resurgido cada vez que la historia se vio ensombrecida por los horrores de las guerras, por esos espectáculos de crueldad y dolor, de cadáveres insepultos, anegada por los ríos de sangre vertida por tantos inocentes que murieron, sin saber por qué lo hacían, en pos de una idea y en cumplimiento de un deber impuesto a su conciencia, cada vez que esas imágenes de dolor, de espanto y desolación dejaron de ser conmovedoras figuras retóricas para convertirse en experiencia amarga de la realidad cotidiana.
El texto canónico, Antígona de Sófocles, expresa, sintéticamente, en su trama trágica, las principales constantes de conflictos de la condición humana: las confrontaciones entre hombre y mujer, estado e individuo, senectud y juventud, vida y muerte, y entre humanidad y divinidad, condensados en el denso diálogo que mantienen Antígona y Creonte, quienes encarnan dos aspectos opuestos de la realidad del mundo.
Creonte es un hombre maduro que ostenta el poder, que rige y obra en nombre de la comunidad, en defensa de los habitantes de la polis, que representa la autoridad y superioridad androcéntica sobre la que se cimienta la organización patriarcal, social y cultural de Occidente.
Antígona, por su parte, es la joven mujer que se rebela ante la ley humana invocando la libertad de obrar conforme a sus propias ideas y a sus sentimientos, que asume la defensa de los muertos guiada por la piedad y el amor, que se yergue, desafiante, ante la pretendida superioridad masculina, desde ese restringido espacio asignado a la femineidad, ante la cólera del hombre-soberano y el asombro de su congénere, Ismena.
En ese enfrentamiento de masculinidad y femineidad, signado por la ambivalencia del amor y el odio, como señala Steiner, los antagonistas emplean las palabras de modo muy diferente; el diálogo se hace dialéctico y la enunciación es drama.
Cada uno de ellos llega a definirse a sí mismo y a reconocer al otro en la confrontación de esas antinomias esenciales.
Es a partir de la oposición hombre/mujer —tópico de moda en los debates de este fin de siglo— y en relación con la polémica teoría feminista de la literatura, que nos proponemos analizar una nueva recreación del mito: Antígona furiosa, de Griselda Gambaro, a fin de señalar cómo la escritora argentina, desde una postura radicalizada en cuanto a las nociones de literatura y gender, lee y re-escribe la materia mítica.

Literatura y gender

¿Puede hablarse de una literatura masculina y otra femenina? ¿Es posible sostener que la escritura masculina se caracteriza por ser racional, especulativa, reflexiva y estructurada en tanto que la femenina resulta más emocional, más directa, más irreflexiva, más detallista y más púdica? O, acaso, ¿es la escritura un acto neutro?
En el marco de los estudios culturales, se ha tornado casi indispensable, en las últimas décadas, tratar el tema de la presencia de la mujer en la literatura y su rol en relación con los textos literarios. El asunto, analizado desde diferentes ángulos —considerando a la mujer ya como escritora, ya como lectora; atendiendo ora a la imagen femenina que transmiten las obras, ora a la constitución de una estética feminista, o bien a las estructuras, géneros, temas y psicodinámica de la creatividad femenina—, ha generado una teoría literaria escrita por mujeres que intentan destacar la perspectiva de la mujer sobre lo literario.
El postulado básico de la crítica feminista, marcadamente ideológica, sostiene que toda escritura está permeada por el gender, que inscribe en el lenguaje sus características propias.
Es a partir de Una habitación propia, en la que Virginia Woolf desarrolla su teoría acerca de la relación mujer/literatura, que las escritoras han comenzado a poner de manifiesto, lenta y paulatinamente el proceso de toma de conciencia de la diferencia existente entre las creaciones literarias realizadas por hombres y aquellas generadas por mujeres las que, en la búsqueda de una identidad femenina presente en esos textos, adoptan una postura definida al respecto.
Las escritoras enroladas en la "crítica feminista" consideran que la escritura es definición, toma de posición ideológica y filosófica como mujer y también rebelión contra el orden social —falogocéntrico— constituido, que modela la imagen de la mujer y la ubica en un plano secundario, de inferioridad, en función de objeto.
Para aquéllas, que conciben la problemática femenina en términos del fenómeno de dominio y la explican en base a la oposición dialéctica opresor/oprimido —que marca su filiación hegeliana—, escribir es una transgresión al mundo de lo que es y una elección verbal y temática.
Paralelamente algunas escritoras y teorizadoras, vinculadas al feminismo crítico, como Joyce C. Dates y Doris Lessing, han declarado que no hay nada en la voz artística que pueda ser definido como femenino o masculino e incluso rechazaron la interpretación de algunas de sus creaciones como representativas del feminismo literario. Otras, como Marta Traba, señalan que hay hombres, como Proust, que escriben una "literatura femenina" y mujeres que producen una "literatura masculina", como Marguerite Yourcenar.
La misma Virginia Woolf, en los capítulos finales de Una habitación propia, en los que desarrolla su "teoría de la mente andrógina" en relación con la creación literaria, sugiere la conjunción armoniosa de los opuestos genéricos —masculino/femenino— en la mente del artista.
Sin duda, la mujer, que por tanto tiempo viera relegada su libre manifestación en la literatura, que ha ocupado el espacio de silencio que dejara, a veces, el imperio de la voz masculina, ha pasado a ser una presencia que da voz a lo íntimo.

Griselda Gambaro

Griselda Gambaro señala al respecto que, si revisamos la literatura escrita por mujeres, encontramos muchas veces un subtexto anticipatorio que define cuál será la actitud a asumir, por parte de una escritora, para expresar su yo más allá de las limitaciones que el orden imperante impone a la mujer.
Destaca, asimismo, la exclusión y marginación, en todos los planos, que vive la mujer y basa su postura en una tradición literaria fundante para el desarrollo de una conciencia femenina, en la mirada de esas mujeres que funciona como subtexto anticipatorio: Woolf, Brontë, Austen, Storni, S. Bombal, Lispector, de Beauvoir.
Encuentra, en esa mirada, la legitimación de su propio sentir, diferente del sancionado por el dominio masculino, que asume y expresa: "escribir es reconocerse a uno mismo y al otro".
Sustenta la idea de una literatura de quiebre y exploración, de una escritura femenina revolucionaria, cuya misión consiste en transgredir mitos, fobias y otros supuestos.
Gambaro encara la deconstrucción-construcción de las estructuras de un modo personal, transformando el paradigma a partir de la negación del binarismo instituido.
La palabra es, en su concepción de la escritura, el instrumento esencial para alcanzar su cometido y ha de ir aliada a una indagación en lo que es específicamente femenino, rastreo que debe realizarse "libre de todo miedo para encontrar la verdad", pues considera que la imagen construida y aceptada de la mujer es, aún, una metáfora conveniente y engañosa impuesta por el poder del hombre.
La dramaturga argentina sostiene que, como escritora, debe superar los estereotipos que el mandato masculino asigna a las mujeres: el detalle, la intuición, la sensibilidad, el destierro de la crudeza verbal y temática.
En tal sentido, Gambaro deconstruye el discurso del poder a través de personajes femeninos que encuentran, en la transgresión y la resistencia, una forma de liberación, al par que construye un microcosmos dominado por lo prelógico, donde lo incoherente, lo elíptico, lo monstruoso, el grotesco y el humor invierten los valores del sistema androcéntrico opresor.
Kirsten Nigro señala que el objetivo de Gambaro es desentrañar los mecanismos del poder, la relación víctima/victimario, con la que pretende superar el binarismo del sistema patriarcal: vida/muerte, orden/caos, macho/hembra.
Nieves Martínez de Olcoz, por su parte, destaca que "la voz de la mujer es una forma de resistencia y las protagonistas de Gambaro asumen las formas tradicionalmente relegadas al discurso femenino para subvertirlas y hacer de esa transgresión una forma de libertad".
La representación de lo femenino y su resistencia está encarnada en el cuerpo textual de la mujer que se opone al discurso del poder, y que da voz al silencio.

Antígona furiosa
o la voz del silencio


La universalidad del psicologema permite que se lo interprete desde nuevas perspectivas y en relación con diferentes contextos histórico-culturales; la figura de Antígona es eterna, su objetivo, eternamente, es el mismo enmarcado en diversas circunstancias, sólo asume nuevas apariencias: "Siempre querré enterrar a Polinices. Aunque nazca mil veces y él muera mil veces".
Griselda Gambaro se vale del mito —referente literario— para dar lugar en su drama Antígona furiosa, —referido textual en términos de la Estética de la recepción— a la alegoría dolorosa de una realidad histórica próxima —referente histórico—, con una voz nueva, subversiva en su expresión de cuestionamiento y denuncia, que trasciende lo político y social para alcanzar lo literario al deconstruir la interpretación canónica del texto antiguo.

1. Feminismo, productividad y significado

La dramaturga, enrolada en el feminismo de la diferencia, hace una lectura y una posterior reescritura de la leyenda marcadamente feminista. Podemos señalar en el drama tres aspectos que nos permiten clasificarlo como tal:
1. el vanguardismo de la escritura, en el plano estético;
2. la crítica al sistema patriarcal —puesta en juicio de la tradición logocentrista de la historia— en relación  con el plano ideológico,
3. la autodeterminación femenina que expresa, en lo atinente al plano psicológico.

Todo texto literario es manifestación cultural y producto social, en correlación directa con el contexto socio-histórico, que el autor comparte con sus lectores/espectadores, y está afectado por ese entorno, en particular el discurso dramático, que se dirige, siempre, a un público bien definido en respuesta a su horizonte de expectativas.
La literatura latinoamericana, en el campo de la producción textual, siempre ha tenido una fuerte vinculación con el contexto social, entendiendo por tal la política, la vida cultural, social y económica de un momento dado, y existe una profunda relación entre la producción de sus textos y los presupuestos ideológicos.

Como señala Hayden White:

En un período y lugar dado de la historia, el sistema de codificación y decodificación permite la transmisión ciertos tipos de mensajes concernientes al contexto [social] y no otros (...) Los cambios en el código, finalmente, pueden concebirse como cambios que reflejan los cambios en el contexto histórico-cultural en el cual se practica un tipo de lenguaje dado.

Gambaro semantiza la ficción dramática conforme a su ideología, representativa de un determinado contexto social, para expresar su visión de la realidad contemporánea, y marca el texto en su forma, en su significante, al inscribir lo social en la forma.
Su discurso dramático reelabora la materia mítica heredada relacionándola, en su productividad textual, con el texto social silenciado, pero asumido, de la realidad socio-política argentina después del Proceso de Reorganización Nacional, que se constituye en el contexto histórico que enmarca su singular recepción y recreación de la tragedia, y realiza un fino e ingenioso juego de relaciones transtextuales con el modelo canónico que le sirve de hipotexto, la Antígona de Sófocles, con el drama de Shakespeare, Hamlet, y con otros textos literarios —Homero, Darío.

2. Deconstrucción y práctica hipertextual


El título, Antígona furiosa, en cuanto paratexto temático-remático, marca por sí mismo el estatuto hipertextual del drama y, por connotación, su función paródica.
Al desarrollar un mito que mantiene vigente su valor simbólico en el presente, la referencialidad del texto dramático se torna compleja.
La transposición diegética nace, entonces, de la representación —que tiene como referente el texto literario—, la que, a su vez, crea su propio referente en la puesta en escena, y ésta guarda, primero, por iconización, una referencialidad con el mundo exterior y, luego, en virtud del discurso, una doble referencialidad, histórica y actual que, por un lado, remite a la antigüedad griega, y por otro, al presente, a las reiteraciones cíclicas del tema, que tiene efecto sobre la recepción del texto:

Antígona: No. Aún quiero enterrar a Polinices. "Siempre" querré enterrar a Polinices. Aunque nazca mil veces y él muera mil veces.

Antinoo: Entonces, ¡"siempre" te castigará Creonte! (217)

Gambaro, para estructurar su recreación del mito, recurre a los procedimientos de escisión y concisión que imponen al hipotexto una reducción que mantiene la trama y el soporte constantes —elimina personajes y situaciones, pero conserva los mitemas básicos: la discusión de las hermanas, la presencia de Antígona ante Creón, el ruego de Hemón a su padre, el lamento de Antígona, la profecía de Tiresias, y los vanos esfuerzos de Creón—, las secuencias fundamentales, y, a la vez, lo amplifica, al incluir la escena entre los tres personajes que, a través de sus parlamentos, hacen referencia a los hechos evocados, para poner en palabras ese núcleo semántico silenciado tanto por Sófocles, que lo alude tangencialmente por boca de Hemón, cuanto por los posteriores creadores de las múltiples versiones del paradigma dramático, respetuosos de la ideología oficial.

Se centra en la figura de Antígona y revaloriza su rol protagónico al desacralizar el texto, que ya no expresa la validez de la oposición entre la ley humana y la ley divina sino el conflicto subyacente, el de la lucha entre dos fuerzas sociales, el de la confrontación entre el tirano opresor que usurpara el poder y el pueblo oprimido, que tiene en Antígona su portavoz, y quiere dar sepultura a sus muertos-desaparecidos.

El arquetipo femenino se ve, asimismo, transformado. La Antígona de Gambaro no responde a motivaciones religiosas, por el contrario, reniega de Dios: "¿Pero cómo creer en Dios todavía? ¿A quién llamar si mi piedad me ganó un trato impío?" (212) y se deja envolver por el mismo odio —transmotivación— que alienta a sus enemigos: "[...] yo les deseo el mismo mal que injustamente me hacen! ¡El mismo mal, no más ni menos, el mismo mal! (212), en ella no hay aceptación ni perdón, sólo hay rencor, como señala Corifeo: "Rencorosa, para ella siguen soplando ráfagas del mismo viento." (212)

Acorde con su posición feminista, Gambaro presenta a una Antígona que se siente superior a Creonte no sólo en razón: "¡Loco es quien me acusa de demencia!" (203), y se instaura, desafiante, en eje de autoridad logocéntrica al sostener "Hablo con mi razón" (207), sino también, en poder "¡Yo mando! [...] Y ya estaba mandado, humillado. Rebajado por su propia omnipotencia" (204), y le responde, hipostasiada en Hemón, con los argumentos que éste enuncia en el hipotexto:

Antígona: No osaría decir que tus palabras no son razonables. Sin embargo, también otro puede hablar con sensatez. Tu mirada intimida. Yo puedo oír lo que dice la gente. ¿No merece ella recompensa y no castigo? (206)

para, luego, hacerse eco de la furia que aquél muestra en la obra de Sófocles.

Ese sentimiento de poderío al que alude Antígona, a la luz de una lectura feminista, guarda relación con la actitud de Hemón, que por amor enfrenta a su padre y muere, al igual que Eurídice, hechos que ponen en evidencia la vulnerabilidad del poder patriarcal.

3. Estructura, discurso y personajes


La estructura dramática se caracteriza por la brevedad y la economía de medios conque se realiza la transposición del mito.

Los elementos escénicos están casi ausentes y las didascalias no precisan el marco espacio-temporal de la diégèse. Tal puntualización se torna innecesaria a partir del título, que fija la identidad histórica de la acción y sus personajes. Este mantenimiento de la filiación en contacto con la práctica, siempre puntual y dispersa, de los anacronismos —tomar café, fumar— es lo que da sentido y sabor a los modernismos de detalle y a la innovación del rol de Corifeo; asimismo marca la atemporalidad, al deshistorizar la historia y situarla en un registro temporal ambiguo y psicológico, al borrar toda referencia concreta a una época.

Consta de un solo acto y de tres personajes: Antígona, Corifeo y Antinoo quienes, empleando la técnica del actor "comodín", representan a varios personajes, en la secuencia del drama, marcando un distanciamiento y una disonancia que otorga a la acción un significado suplementario.

El juego escénico se inicia tras la muerte de la hija de Edipo:

(Antígona ahorcada. Ciñe sus cabellos con una corona de flores blancas, marchitas. Después de un momento, lentamente, afloja y quita el lazo de su cuello, se acomoda el vestido blanco y sucio. Se mueve, canturreando) (197)

que se presenta ante Corifeo y Antinoo.

Gambaro funde la figura arquetípica de Antígona con la imagen de Ofelia, enloquecida por el dolor de la ausencia y la muerte de sus seres queridos, que presenta Shakespeare en Hamlet, fusionando dos textos que tienen en común los términos usurpación, muerte y silenciamiento de la verdad.

La identificación con el personaje shakespeariano surge, en el

incipit, por parte de Corifeo: "¿Quién es ésa? ¿Ofelia? (197), cuando Antígona, resurrecta, dejando su cámara mortuoria, entona algunos versos de la canción puesta en boca de Ofelia, que las iguala en su lamento por los muertos:

Antígona: Se murió y se fue, señora;

se murió y se fue;

el césped cubre su cuerpo,

hay una piedra a sus pies. (197)


versos que constituyen una intertextualidad por citación, y que han de leerse como una parodia irónica puesto que, como señala Corifeo: "Debiera, pero no hay. ¿Ves césped? ¿Ves piedra? ¿Ves tumba?" (197), palabras que, por la referencialidad compleja de la representación, dan lugar a la asociación con el referente histórico contemporáneo, el de la ausencia de lápidas cubiertas de flores regadas por el llanto.

La identidad de la protagonista se sostiene en la medida en que ésta recupera, verbalmente, la imagen de la muerte, del duelo y el consecuente enfrentamiento, al expresar su intención: "Dar sepultura a Polinices, mi hermano."(198)

El discurso de Antígona sólo existe como recuperación de ese duelo, que es su referente y su objeto de percepción, pesar que remite a tres planos de sentido:

1) el de la aflicción de Antígona por la muerte de su hermano,
2) el del desconsuelo por la tragedia de esa joven rebelde, y
3) el del dolor con referencia al contexto social,

y es, precisamente, la manifestación de ese sentimiento doloroso lo que da al texto su peculiar estructura, desde el punto de vista discursivo.

El discurso dramático es, entonces, en virtud de los recuerdos del pasado:

Corifeo: Atacó la ciudad por siete puertas y cayó vencido ¡en las siete! (Ríe) Y después enfrentó a su hermano Eteocles.(199)

Antígona: Mi madre se acostó con mi padre, que había nacido de su vientre,y así nos engendró. [...] (201),

de las anticipaciones de Corifeo:

"Quien desafíe a Creonte, morirá." (201),


"Aprovechará para una frase maestra. [...] Sólo se puede mandar bien en una tierra desierta." (206)

y de aquellas de Antinoo: "Si ya sabemos que se muere, ¿por qué no se muere? (212), un híbrido de mímesis y diégesis.

Paradójicamente, la acción se reduce al encuentro y al diálogo que mantienen los personajes, que narran en escena la tragedia de Antígona, y se limita a la farsa que representan Corifeo y Antinoo para burlarse de la joven a partir de su apreciación sobre el café:

Antígona: No. (Señala.) Oscuro como el veneno.

Corifeo (instantáneamente recoge la palabra): ¡Sí, nos envenenamos! (Ríe) ¡Muerto soy! (Se levanta, duro, los brazos hacia adelante. Jadea estertoroso.)


Antinoo: ¡Que nadie lo toque! ¡Prohibido! Su peste es contagiosa. ¡Contagiará a la ciudad!

Antígona: ¡Prohibido! ¿Prohibido? (Como ajena a lo que hace, le saca la corona al Corifeo, la rompe.)

Antinoo: ¡Te sacó la coronita!

Corifeo: ¡Nadie me enterrará!

Antinoo: Nadie.

Corifeo: ¡Me comerán los perros! (Jadea estertoroso.)

Antinoo: ¡Pobrecito! (Lo abraza. Ríen, se palmean.) (198),


y a algunas acciones paradigmáticas de la joven que sirven como signos deícticos que remiten al hipotexto y al contexto social, a esa doble referencialidad que da sentido a la obra:

(Antígona camina entre sus muertos, en una extraña marcha en la que cae y se incorpora, cae y se incorpora.)

Antígona: ¡Cadáveres! ¡Cadáveres! ¡Piso muertos! ¡Me rodean los muertos! Me acarician... Me abrazan... Me piden...¿Qué? (200)


El discurso dramático está constituido, entonces, por una secuencia dialogal dominante y una narrativa dominada, de acuerdo con la tipología de Adam.

Los parlamentos constituyen anáforas extra-referenciales, analépticas, informaciones que remiten a una acción del pasado que culminó con la muerte de Antígona.

Gambaro no escatima detalles —la mención de los cadáveres, la alusión al miedo, a su frustrada boda, a su desposorio con la muerte, etc.— para producir el efecto de angustia.

Antígona, en concordancia con su estatus mítico, se expresa con el lenguaje atemporal y el tono elevado que caracterizan al discurso trágico y sus parlamentos se construyen, por momentos, con fragmentos seleccionados del texto canónico, que la autora, desde su ideología, considera significativos para denunciar los abusos del poder, en todos los órdenes, y cuestionar la autocracia de los regímenes totalitarios.

Signada por el hado a ser eternamente condenada, la joven enfrenta sola a sus interlocutores, groseros y egoístas, que se mofan de ella con palabras burdas y prosaicas, que contradicen, interfieren, censuran o intentan silenciar la voz de la protagonista, a quien descalifican de antemano llamándola loca.

Corifeo y Antinoo, personajes contemporáneos de los espectadores, en cambio, apelan a un tono farsesco —caracterizado por los juegos de palabras, los clisés, los chistes, las paradojas, etc.— y a un lenguaje contextualizado que permiten identificarlos como representantes del arquetipo del "vivo" porteño —burlón, sobrador, escéptico, inflexible, petulante, rasgos que le permiten ocultar su inseguridad y cobardía. En sus parlamentos, en los que predomina la ambigüedad, las alusiones al contexto social son más frecuentes, particularmente aquellas que hacen referencia al discurso del poder y a un sector de la sociedad, complaciente y temeroso, que desea mantener el status quo imperante:

Corifeo (bondadosamente): El castigo siempre supone la falta, hija mía. No hay inocentes.

Antinoo (bajo): ¿Nunca? (Se recompone.) Lo apruebo: ¡muy bien dicho!

Corifeo: Y si el castigo te cayó encima, algo hiciste que no debías hacer. ¿Qué pretendes? Llevaste tu osadía al colmo, te caíste violentamente.

Antinoo: ¡Me parte el corazón!

Corifeo: A mí también. Pero el poder es inviolable para quien lo tiene. ¿Cómo se le ocurrió oponerse? No te quejes, amiga mía, no se puede pagar un destino tan dentro y tan fuera de la norma con moneda de cobre. (211)

Esa diferencia y ese contraste discursivo señalado acentúan, a su vez, el patetismo de la situación.

Antígona, al declarar: "Tierra piden los muertos, no agua o escarnio" (185), y hacerse cargo del duelo se sabe destinada al mundo de las sombras:

Antígona: Que las leyes, ¡qué leyes!, me arrastran a una cueva que será mi tumba. Nadie escuchará mi llanto, nadie percibirá mi sufrimiento. Vivirán a la luz como si no pasara nada. ¿Con quién compartir mi casa? No estaré con los muertos ni entre los vivos. Desapareceré del mundo, en vida. (210)

por el dominio que ejerce Creonte quien, para hacer reconocer su poder se vale de la violencia, el desprecio, el castigo y la condena:

Creonte: [...] ¡Enciérrenla! Que sea abandonada en esa tumba. Si ella desea morir allí, que muera. Si desea vivir sepultada bajo ese techo, que viva. Quedaremos puros de su muerte y ella no tendrá contacto con los vivos. (211)
El duelo dramático de voces señala el enfrentamiento genérico hombre/mujer cuando Corifeo, asumiendo la voz de Creonte, declara: "Ella sería hombre y no yo si la dejara impune. Ni ella ni su hermana escaparán a la muerte más terrible." (203), en tanto que Antinoo marca el espacio asignado a la mujer: "¡Las mujeres no luchan contra los hombres!" (204), pero esa rivalidad se diluye en el conflicto social.

4. El lenguaje del cuerpo
La teoría de la literatura femenina asigna un lugar de privilegio a lo somático, y Gambaro lo corrobora al hacer hincapié y dar particular importancia al código kinésico.

El lenguaje del cuerpo, que domina el plano simbólico, se constituye en espacio textual de expresión del sufrimiento. Las didascalias señalan que la actriz que interpreta a Antígona ha de crear un ícono visual, a través de la gestualidad, abstrayendo ciertas propiedades del objeto imitado. Sus gestos y movimientos corporales operan, entonces, como significantes que expresan la acción cuyo objeto está ausente:

([...] Antígona se aparta. Mira desde el palacio. Cae al suelo, golpean sus piernas, de un lado y de otro, con un ritmo que se acrecienta al paroxismo, como si padeciera la batalla en carne propia. ) (199)

(Largo alarido silencioso al descubrir el cadáver de Polinices, que es sólo un sudario. Antígona se arroja sobre él, lo cubre con su propio cuerpo de la cabeza a los pies.)

y son, a veces, ilustrativos y redundantes de las palabras.

Antígona: Oh, Polinices, hermano. Hermano. Hermano. Yo seré tu aliento. (Jadea como si quisiera revivirlo.) Tu boca, tus piernas, tus pies. Te cubriré. Te cubriré. (200)
Hablar del cuerpo, frontera y juntura que separa y une al sujeto con el mundo, es hablar del deseo y la pasión, de la carencia y el desvío, del ideal y la realidad.

A través de referencias a lo corporal, Antígona habla de sus íntimos deseos: "[...] Dejame casar con Hemón, tu hijo, conocer los placeres de la boda y la maternidad. Quiero ver crecer a mis hijos, envejecer lentamente", de sus actos: "(Se incorpora erguida y desafiante.) ¡Yo lo hice! ¡Yo lo hice!", (204) y de sus miedos: "Temí al hambre y la sed. Desfallecer innoblemente. A último momento arrastrarme y suplicar" (217).

Antígona no puede soportar esa prisión intangible, metafórica, en que el poder absoluto encierra a los hombres —"[...] no puedo aguantar estas paredes que no veo, este aire que oprime como una piedra. La sed" (217)— al obligarlos al sometimiento y el silencio.

El tormento de la sed no la amedrenta, sabe que su sed no puede ser saciada con el "cuenco de la misericordia" que implica renuncia y acatamiento. Sabe que si bebe de éste su "lengua se transformará espesa en un animal mudo" y expresa su libertad con la aceptación de la pena:

Con la boca húmeda de su propia saliva iré a mi muerte. Orgullosamente, Hemón, iré a mi muerte. Y vendrás corriendo y te clavarás la espada [...] el odio manda. (Furiosa.) ¡El resto es silencio! (Se da muerte con furia.)" (217)

Antígona, como Hamlet, piensa que con la renuncia a la vida sólo queda el silencio, más paradójicamente, es precisamente ese mutismo el que trae los ecos vibrantes de su grito de libertad.

Conclusión

Griselda Gambaro, en su relectura crítica y deconstructiva del texto canónico, cuestiona la interpretación tradicional para luego recrear el mito revalorizando aquello que juzga silenciado, el lado en sombras de la historia.

En nuestra lectura, hemos intentado llenar los vacíos y organizar las informaciones que las distintas voces del discurso dramático ofrecen, para —a partir de las ambigüedades del lenguaje de la incertidumbre, simbólico y profundo— alcanzar el discurso subyacente y develar el significado encubierto tras las certidumbres del lenguaje literal.

El sentido surge de la interacción y el diálogo crítico que se establece entre el texto de Sófocles y el hipertexto de Gambaro, entre el pasado y el presente, entre lo que persiste y lo que aflora.

La dramaturga, en su versión de Antígona, acorde con su feminismo crítico, pone en juego la tradición logocentrista al cuestionar la "racionalidad" de Creonte y proponer los fundamentos de una razón "loco-ex-centrista" (Scott, 1993, 105), la de la protagonista.

La puesta en juicio de la visión uniforme de la historia oficial-machista-logicista surge de los diálogos entre Corifeo y Antinoo, en los que se destacan la ambigüedad y la ambivalencia, y en el recuerdo de las palabras y los actos de Hemón.

La traición de Antígona a la ley del estado va más allá del simple hecho de violar la prohibición de inhumación, es la traición al poder patriarcal, a la palabra del hombre, es, para Gambaro, un desafuero de la mujer que socava el poder masculino al proponer "la historia del otro", la del ser sometido.

Antígona, al autodeterminarse en su posición, no sólo habla por sí misma, a través de ella habla Hemón y, también, aquéllos que por temor no enfrentan a la censura y a la muerte. Aquéllos cuya razón, como señala Creonte, tienen voz de hembra.

El vanguardismo de la escritura, que conjuga procedimientos y estrategias diversas —hibridez del discurso dramático, tono farsesco, anacronías, hipostasis, diferentes niveles de lengua, parodia, ironía y juegos intertextuales—, rompe con los esquemas tradicionales del paradigma clásico, y en virtud de los anacronismos, del juego de voces y, particularmente, de la ambigüedad habla de la otra historia, la contemporánea, y acerca el dolor ficticio al dolor de la realidad.

Si bien, a la luz de la teoría feminista de la literatura, la obra de Gambaro se ajusta a los postulados de la escritura "femenina", desde nuestra posición al margen de aquella, consideramos que ni el dialogismo en el nivel de la escritura, ni la crítica de la ideología patriarcal, ni la pretendida autoafirmación de la "escritura del cuerpo" son criterios suficientes para sostener una diferencia esencial entre la literatura "femenina" y la "masculina".