Un sillón de terciopelo verde, un hombre que lee una novela, un ventanal que da al bosque de robles, una amenaza, un relato dentro de otro que se multiplica hasta el infinito. Nos pareció una buena metáfora, un buen nombre para un taller de lectura. Además de un homenaje a Cortázar y a su magnifico cuento "Continuidad de los parques". Así que recostémonos en este cómodo sillón y comencemos nuestra tarea placentera libro en mano.

Augusto y el ladrón de palíndromas, J. Millán

Monterroso es un escritor itinerante, lo cual, a los efectos de estas líneas, significará que es escritor y que viaja mucho. Las probabilidades de coincidir espacio-temporalmente con alguien tan móvil son muy escasas, y por esa razón debo considerar nuestro primer encuentro como una absoluta casualidad, o bien como algo que seguía un designio más elevado. A la vista de los beneficios que para mí se derivaron de nuestro contacto, me inclino más bien por lo segundo.

Ocurrió hace muchos años. Por aquel entonces yo trabajaba para una editorial madrileña, y un día me avisaron de recepción que (aquí un nombre irreconocible, como es habitual) quería ver a alguien de la casa. Me presté a ello, y me encontré ante un señor más bien bajito (puedo decirlo, puesto que él mismo se ha descrito con semejantes palabras). Le pregunté su nombre, me lo dijo, y yo lo repetí, suspicaz: "¿Augusto, dice? ¿Monterroso?"

Ocurre que yo había leído (con mucho gusto) varios libros de alguien que firmaba con ese mismo nombre, así que insistí: "¿El escritor?". Él asintió en silencio, y yo me encontré ante la molestísima sensación de tener delante a la persona responsable de unas páginas que había leído con placer. Este tipo de intromisiones corpóreas en el terso mundo de lo literario se me habían revelado siempre muy inconvenientes. Y no sólo porque rompen la situación de dominio que el lector tiene frente al autor ("A ver, dígame usted... Muy bien, y ahora calle, pues tengo algo que hacer"). No: con frecuencia había encontrado que los autores ponían lo mejor de sí mismos en sus obras, de modo que lo que quedaba para un encuentro personal eran otras cosas, no todas ellas agradables.

Me preparé, pues, para lo peor, y empezamos a hablar. El motivo de su visita se hizo algo tangencial, y al cabo de un rato, relajados, hablábamos de otros temas: sus libros, libros ajenos... Yo recordaba que en alguna de sus obras había descubierto que le interesaban los palíndromos, que él llamaba palindromas. Con cierta turbación (era muy joven), le dije: "Augusto: yo he escrito lo que creo que es uno de los mejores palíndromos en lengua castellana. Dice así", y respiré hondo:

Anita, la gorda lagartona, no traga la droga latina

Guardó silencio por un momento (ese lapso de tiempo que se requiere para reconstruir la frase desde el final, y ver si uno no está ante un bluff), y al cabo sonrió. "­Muy bien!", quiero recordar que dijo, "Y dígame una cosa: ¿la ha publicado usted?, ¿se la han atribuido públicamente?" Yo negué. "Ay, ay...", meneó la cabeza, "¿No sabe usted que hay ladrones de palindromas, gente que repite las obras ajenas pretendiendo pasar por su autor?" Me recorrió un sudor frío; ya he dicho que entonces era joven e inexperto: ni se me había pasado por la cabeza. "No", dije. Me miró: "Bueno, no se preocupe: ya lo arreglaremos".

Nos despedimos, y al cabo de unas semanas me llegó un recorte del Excélsior de México. Allí estaba el palíndromo, y al lado mi nombre, unidos para la posteridad.

Luego nos hemos visto más veces, hemos localizado amigos comunes, y charlado ante alguna de sus extrañas comidas, y mi sospecha inicial ante la convivencia con mis autores favoritos se ha diluido. En su caso.

Hace poco rememoramos, divertidos, nuestra primera entrevista. "¿Y cuál sería la droga latina?", se interesó. Estábamos cenando, y yo señalé mi copa: "El vino, claro". "No", agitó la cabeza, "La literatura".

Debí haberlo supuesto.



[apareció publicado en "Culturas", suplemento de Diario 16, el 16 de noviembre de 1991]

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