Un sillón de terciopelo verde, un hombre que lee una novela, un ventanal que da al bosque de robles, una amenaza, un relato dentro de otro que se multiplica hasta el infinito. Nos pareció una buena metáfora, un buen nombre para un taller de lectura. Además de un homenaje a Cortázar y a su magnifico cuento "Continuidad de los parques". Así que recostémonos en este cómodo sillón y comencemos nuestra tarea placentera libro en mano.

Entrevista a Ana María Bovo

Ana María Bovo y su novela Rosas colombianas


El inicio de esta conversación, a propósito de la novela, es un recuerdo, una anécdota: una entrevista en un programa de radio Caracol. Le preguntaron qué pondría en un cofrecito que se abriera dentro de cien años y optó por pétalos de rosa y granos de café, aromas que exhala la tierra de Colombia. Del otro lado, agradecieron una percepción tan poética de un país al que no conocía. Así, la autora del libro Rosas colombianas.

- Se sorprendieron en la radio colombiana…

- Me pareció… dije que sabía que las rosas colombianas nacían a 1.500 metros de altura, en las laderas de Medellín, y quedaron impactados. Creo que sus rosas son tan lindas porque la brisa pura de la altura las embellece. Después de la devaluación ya no podía comprar la variedad de rosas colombianas que me gustan, pero ahora que mi economía mejoró un poco he vuelto a hacerlo, no todas las semanas como antes, pero sí una vez al mes. Tienen una conducta estupenda porque son buenos pimpollos, saben madurar y envejecer con dignidad, como una buena metáfora de lo que sería una existencia ideal para cualquier persona.

- ¿Está hablando Ana María, la autora de la novela, o Inés, su protagonista?

- Me conmueve un poco la pregunta. Hay una mezcla. Yo le he prestado a Inés mucho de mi propia mirada sobre las cosas; y le he prestado también mi pasión por la telenovela Café con aroma de mujer. Lamentablemente me perdí los primeros capítulos pero llegué a tiempo para enamorarme de los personajes. También le presté a Inés mi pasión por las rosas y  ella me devolvió nuevos recuerdos porque le pasaron cosas que no me ocurrieron a mí, y eso me permitió apropiarme de otros hechos, inventar acontecimientos que han enriquecido mi vida. Por ejemplo, se me ocurrió una situación: dos jovencitas muy particulares que viven en el Kavanagh y deben mudarse a un edificio más modesto. Dudé bastante hasta que lo decidí. Ahora, cuando paso por la plaza San Martín, pienso: “Ahí vivían Clarisa y Catherine”; la ficción amplió mi experiencia.

- Pasó de narradora oral de historias a novelista. ¿Siente que una cosa enriquece a la otra? ¿Qué le agregó el libro al oficio de contar cuentos y a los menesteres de su tarea docente?

- Escribir me sirvió mucho porque en el proceso de construcción de la novela repetí muchos de mis hábitos de narradora oral. El primer paso es contarme las cosas a mí misma. Como dice la escritora española Carmen Martín Gaite, autora del ensayo El cuento de nunca acabar, soy mi primera espectadora, veo cómo me tintinean las cosas, cuán verosímiles me resultan pese a provenir de la ficción; cómo suenan esas voces, la propia y las ajenas, y luego acuño las frases en la cabeza. Cuando trabajo como narradora oral, muy raramente transcribo la adaptación de un texto al papel; está todo en mi cabeza. Pero ahora tenía que escribir, tenía que demostrar a la editorial que tenía una novela por fuera de la cabeza. Entonces me senté al lado de Lourdes, mi colaboradora, que escribe divinamente sobre el teclado, como una pianista -yo soy una analfabeta informática- y le fui contando la historia en voz alta. Después imprimía y empezaba a corregir para dar al texto entidad literaria, la sintaxis propia de la literatura, pero sin perder una fuerte impronta coloquial. Me interesaba que la voz de Inés fuera de mirada aguda pero, a la vez, muy simple. La crítica Cecilia Absatz sostiene que “la sencillez es algo que no brota sino que hay que alcanzar”, y me sentí muy halagada cuando me dijo que yo lo había conseguido. Trabajé mucho en la elaboración de una mirada austera que otorgara significado a los actos de la experiencia de cada personaje. A veces se actúa sin demasiada conciencia de lo que producen las ondas expansivas de los silencios, de los estallidos. Traté de trabajar una poética de los acontecimientos que, a través de lo que hacen los personajes, pueda exhalar la fragancia o el hedor de sus conciencias. Para el personaje de Pascuala, en vez de hablar o reflexionar sobre la avaricia, preferí mostrar en qué actos cotidianos se mostraba su vicio, por ejemplo: cuando no quiere gastar dinero para que el albañil abra una ventana para que pase el cajón cuando se muera. Creo que es más elocuente que cualquier concepto elaborado sobre la avaricia. Quizás, si yo fuera una pluma privilegiada, podría dar cuenta de eso con muchísima poesía. Pero me parece que los acontecimientos tienen en sí mismos poesía; y un personaje puede narrarse a sí mismo a través de lo que hace, a través del acontecer.

- Pascuala es la avaricia. ¿Inés qué sería?

- Inés es una espectadora ávida, muy curiosa, que se narra a sí misma a través de los demás personajes. Llega un momento en que ella, aunque es la protagonista, entre comillas, y la narradora, delega lo propio en personajes aparentemente secundarios. Como en Nino, el plomero al que acompaña a Italia; su prima Elena; sus tías andaluzas. Ella se nutre de ellos, se espanta, se conmueve, se enamora de esos personajes secundarios que pasan a ser protagónicos en su vida, en la búsqueda de una nueva identidad. A partir de su divorcio repasa pasado y presente; conserva la ilusión de los finales felices de las telenovelas pero, insisto, elige narrarse a través de otros.

- Leyendo su novela se percibe esa alcanzada sencillez a la que se hacía mención antes, y se advierte que hay oficio de narradora. Curioso cuando usted juega con su identidad provinciana y el empleo o ubicación de las palabras que connotan socialmente a una persona. Una combinación entre lo propio de la escritura y todo lo que proviene de su experiencia como narradora oral.

- Claro. Un narrador oral tiene que observar y escuchar mucho, sólo se puede empezar a hablar a partir de un acopio de historias, una especie de reserva de muchas voces, para luego poder dar cuenta de ellas y que suenen verosímiles, que tengan hondura. Cuando un narrador asume el protagonismo absoluto no puede dar lugar a los otros personajes, lo impregna todo. Una buena narradora oral tiene que propiciar el espacio que habiten los otros y ser ella una mediadora entre la experiencia ajena, que va colándose con la propia. Eso es inevitable. Aunque uno narre historias de otros siempre está narrando algo de sí. Usé esa intermediación también en la construcción de Inés, para que le resonaran esas voces. En la presentación de la novela, leí un cuento de Molina Grande que iluminó mucho. Habla de la nieta de un sastre de toreros que tiene una tienda en Madrid. Está la niña detrás del mostrador, acompañando a su abuelo, cuando entra un torero joven, según dice ella, con la vida cosida a los ojos, con el afán por la vida, con la frente quizás arrugada por el temor y, al mismo tiempo, con la valentía que deberá poner en la arena. El abuelo lo mira de arriba abajo, lo mide y le dice de qué color debe ser el traje de luces: “Para ti, blanco y oro, maestro. Blancos la chaqueta y los pantalones, oro los hilos del bordado”. Entonces el torero repite: “Blanco y oro”. Y él le dice: “Sí, porque los colores oscuros no son para ti; a ti te traerán ruinas, hazme caso”. Luego entra otro torero. El abuelo lo mide con la mirada y le dice: “Para ti, tabaco y negro”. En mi caso, cada vez que aparecía un personaje, trataba de saber qué color le iba, qué tono era el adecuado para que pudiera lidiar con los vaivenes de su vida, con un traje que le quedara bien, con uno que pueda traer ruina o con otro que pueda traer fortuna; y después, de cara al espectador, saber si ese color era el apropiado o si había que cambiar.

- En tiempos de novelas y films que presentan mucha violencia, mal gusto y perversión, su novela se diría “blanca”…

- Yo espero que sea blanca y honda. Intento que haya algo virginal o blanco en la mirada, pero sin huir de los grandes conflictos de la vida. La novela trata también del culto a los muertos; y la dictadura también atraviesa la obra. Pero sí creo que Inés tiene una mirada candorosa, de cierta ingenuidad; no podía lidiar con una voz en primera persona que estuviera de vuelta de todo, que trabajara la sordidez; no está dentro de mi estética. En Lolita, de Nabokov, hay una manera tan extraordinaria de contar la relación incestuosa que me parece de un refinamiento absoluto. Cuando leo a Bukowski no me atrae para nada la fealdad de esas chicas. No me atrae alguien que ha perdido la curiosidad y que, sospecho, ha perdido el deseo.

- El personaje de Inés –a mitad de camino entre narrador y protagonista– está siempre proyectado en otros y en búsqueda.

- Exactamente, es una muy buena lectura del personaje: Inés hace un recorrido parecido a la heroína de las telenovelas. Cuando comienza la historia está frente a una situación muy desafortunada, sin saber quiénes son los otros; a través de las adversidades que se le van presentando y del modo en que las supera, termina conociendo su verdadera identidad y su lugar en el mundo. El inicio es su divorcio; se desencaja, se rompe su ideal romántico y queda como descentrada del mundo.

- Cerca de la alacena…

- Cerca, sí, mirando la alacena; la contemplación de la fiambrera. Es verdad.

- ¿La búsqueda tanto en Italia como en España responde a lo personal o refleja lo que le pasa sociológicamente a media Argentina?

 - Cuando era muy chica no entendía el mutismo, el silencio de los inmigrantes que nunca hablaban de sus padres, de sus hermanos, como si el decir reavivara el dolor para el que no tenían remedio. Porque los inmigrantes que yo conocí no tuvieron la posibilidad de volver, estaban convencidos de que no les era posible regresar a ese mundo que habían dejado atrás. Una vez, una viejecita aragonesa, una de las pocas españolas que había el pueblo y que gustaba visitar la casa de mis abuelos -mi abuelo era andaluz- se presentó, y yo, que tenía 12 o 13 años, empecé a hacerle preguntas. Sin saber lo que eso iba a provocar, le pregunté por su aldea, por su pueblo, por su familia. Después me volví a mi ciudad natal, que queda a 30 kilómetros, y al día siguiente ella volvió a la casa de mi abuelo con cantidad de boletas de un almacén de ramos generales porque por la noche no había podido dormir y con la linterna había ido hasta el taller del marido, y con el lápiz de carpintero había escrito en esos papeles las coplas que ella decía cuando era joven. Una pregunta puede desatar un mundo contenido y ese profundo desarraigo me sigue conmoviendo. En cierto modo, esos jóvenes, esos matrimonios jóvenes que emigraron sin poder volver nunca se convirtieron en una suerte de “desaparecidos”, porque los que quedaron allá nunca más supieron de su vida y, como muertos, están enterrados. Fueron exilios tremendos.

- ¿Es real su origen piamontés y andaluz?

- Tengo más sangre piamontesa que andaluza, pero la pizca andaluza me pegó. Una dosis muy fuerte.

- El final de Nino, cuando muere, ¿se parece a la realidad o es ficción?

- Lo cuidé mucho hasta el día de su muerte y algo que me conmovió fue que cuando se sintió morir dijo: Cara mamma, en italiano. Es verdad que me enfermé y que no pude ir y me dolió mucho, porque lo había llevado a una clínica muy buena. Me ocupé de su entierro, pero en la novela no lo cuento de esa manera sino al revés porque flotaba el tema mítico de si se puede o no enterrar debidamente a los muertos. La dictadura se ocupó de que eso no ocurriera. Ha cometido ese agravio, ese agravio que Antígona trata de reparar. En el pueblo de mi abuelo, como en todos los pueblos del interior, hay  un culto a los muertos; también para los piamonteses es sagrado. Tener una tumba atendida por los familiares, con flores frescas, limpia. A mí, como a Inés, me espantaban los cortejos fúnebres en medio de la ciudad, que una barrera de tren puede cortar su avance, que el cortejo se pierda en el tráfico.

- La figura de la hija está como entre brumas. ¿Por qué?

- No lo sé, la verdad es que no lo sé bien. A veces en los divorcios las madres se aferran mucho a sus hijos y los convierten en vehículo de la queja, de los reproches.

- ¿Moneda de cambio?

- Sí, y me parece que Inés la preserva de eso. Quizás lo más fácil hubiera sido presentar el amor de su hija como un lugar de refugio, pero yo quería que ese personaje estuviera a salvo de los dolores de la madre. Muy interesante la pregunta, pero creo que Lucía tiene una vida propia por fuera de la separación de sus padres.

- Fernando aparece como un tercero casi sustituible en cualquier momento. En realidad no aparenta ser una persona muy importante en la vida de Inés.

- Quizás, pretendí eludir el tema de la queja por el divorcio. Todos los divorcios son igualmente traumáticos y quise evitar que esa mujer se quejara del marido o revisara demasiado las razones por las cuales ya no lo tenía a su lado. Creo que lo que pierde es ese proyecto, esa ilusión del amor para siempre, y por eso Fernando queda más relegado.

- ¿Qué recibiste de tus lectores, por ejemplo, en la presentación de la novela?

- En la presentación hice un comentario sobre cómo había construido la novela, después habló Cecilia Absatz y luego hicimos un montaje escénico con Julieta Díaz. Terminé con esta plegaria a la tía Anica: “Bendita sea  la luz del día / y el Señor que nos la envía. / Gracias te doy, tu merced, / por dejarme vencer / que tan grande es tu poder. / Cúbreme con tu manto y tu Espíritu Santo”. La plegaria termina cuando la Virgen dice: “Vive, sueña, reposa y no tengas miedo de ninguna mala cosa, de ninguna mala cosa…”. Fue recibido por la gente como una especie de bendición de mi tía Anica, que murió a los 100 años y 4 meses, y era soltera. Musitaba y musitaba en la agonía y la vecina que la acompañaba le preguntó por qué tanta oración. Ella le contestó: “Rezo porque cuando muera no tendré quien lo haga por mí”. Fue como una plegaria colectiva. La gente recibía conmovida ese “ninguna mala cosa”; y todos  estaban rezando por ella. Creo que nunca ella pudo imaginar la huella tan fuerte que habría de dejar en la gente: una mujer anónima, muy inteligente, que yo pude llegar a retratar. Mi tía Anica fue una musa inspiradora porque siempre soñé con tener un antepasado que supiese flamenco; bailarlo es una deuda que tengo conmigo que ya no creo que pueda cumplir.

Fuente: Revista Criterio - 

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