Sobre la lectura y los lectores
Dos meses atrás, la revista trimestral de cultura Alternativa periodística (ALT+P) –que financia el Centro de Estudios Nuevo Milenio del legislador macrista Daniel Amoroso– elaboró un dossier sobre la lectura en el que opinaban, entre otros, Daniel Link, Carlos Belloso y Gastón Pauls, y en el que se aportaban algunos datos tan curiosos como preocupantes –como que en la Argentina actual existen unos 14 millones de analfabetos funcionales; es decir, gente que puede deletrear pero no comprender lo que ha escrito. Para el número de octubre, la publicación elaborará un foro de ideas sobre el mismo tema, y para eso convocaron a la bibliotecóloga Silvia Castrillón y al profesor Francisco Romero, y me pidieron, también, algunas palabras a mí. Como los tres periodistas que integran el staff son excelentes profesionales –Cristian Brugnara, Agustín Valle y Juan Pablo Presti–, y como el tema, sobre todo, me resulta interesante, hice el esfuerzo de enviarles una opinión más o menos digna sobre qué significa para mí el acto de leer.
Ahí, me refería a una declaración reciente de César Aira –al parecer, uno de los escritores argentinos contemporáneos que más ha leído: “La literatura clave depende del lector que se apasiona y lee toda su vida. Pero esa figura es improductiva. Nunca entendí por qué se insiste tanto con eso de que hay que leer. Yo leí toda mi vida y me hace muy feliz, pero no se lo recomiendo a nadie, porque no tiene ninguna utilidad práctica”. Algo similar dijo hace poco Juan Sasturain, conductor del ciclo televisivo Ver para leer, en el encuentro “Talando árboles” organizado por la editorial Interzona: “Esos programas que proponen que ‘hay que leer’, que dicen ‘por favor, qué terrible que nadie lee’ y cosas así hacen mucho mal. Se habla de la necesidad de leer, de la utilidad de leer, y se abandona el hecho básico fundamental por el cual alguna vez empezamos a leer: porque nos gusta. Agarramos el libro porque nos gusta”.
Aira y Sasturain, con motivos y argumentos diferentes, se acercan a una verdad. Leer no tiene ninguna utilidad –leer ficción, claro: la utilidad de un manual de derecho aduanero es bastante más constatable empíricamente– en el sentido mercantil. Leer, en el sentido productivo, no sirve para nada. Pero ése, al mismo tiempo, es el mayor valor del acto de lectura: el de ser una de las pocas actividades que se siguen practicando sin buscar un afán de lucro. Leer, en última instancia, es leer porque sí: como hecho individual y subjetivo, como experiencia intransferible sin ninguna pretensión ulterior más allá del propio placer.
Otra cosa, bastante más complicada, sería definir qué es un lector. ¿Alguien que compra libros todos los fines de semana? ¿Alguien que lee dos, tres, diez libros por mes? Yo llamo “lector” –y me reconozco en esta figura– a alguien que establece una relación casi fetichista con los libros. Que no sólo lee, sino que huele el libro, lo toca, lo marca, lo piensa –y se piensa, siempre, a sí mismo cuando lo hace– y, si pudiera, también le haría el amor.
Dicho esto, debería agregar: desconfío de las personas que no leen ficción. Puede ser un prejuicio, o sonar contradictorio con las ideas expuestas un poco más arriba, pero no puedo dejar de pensar que, muy probablemente, la gente que no lee ficción tiene una relación más pobre y elemental no sólo consigo misma, sino con el mundo que la rodea.
(Publicado en el suplemento de Cultura de Perfil el domingo 7 de octubre de 2007).
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